Año 4, Número 7, enero-junio 2023

 

La formación docente: mucho más que aprender a enseñar

 

Por Axel Dante Serratos Reyes

Universidad Nacional Autónoma de México


Foto: fabrikasimf

“Pero es que yo estudio medicina, tú solo tienes que aprender a enseñar” y “¿En vuestros países también se estudia magisterio si quieres sacarte una carrera fácil?” son probablemente los dos enunciados que más eco han hecho en mi mente durante el último par de meses. En nuestras palabras siempre subyacen creencias, valores e ideologías a las cuales únicamente tenemos acceso si prestamos especial atención a lo que se dice y cómo se dice. Si bien estos comentarios no fueron malintencionados —y quizás originados en una genuina curiosidad— su discurso refleja una perpetuada representación social de la tarea educadora: ser docente se reduce a una mera y desalmada transmisión de conocimientos. La labor del profesor es percibida como una tarea simple, equiparable a seguir una receta de cocina que puede prepararse una y otra vez, siempre y cuando sigamos cuidadosamente la lista de ingredientes e instrucciones.

No obstante, como bien lo señalan diversos autores (Ortega Ruiz y Mínguez Vallejos, 2003; Contreras, 2011; Tardiff, 2004, como se citó en Sierra Nieto et al., 2017), el quehacer educativo es mucho más laberíntico que una colección de instrucciones metodológicas y conocimientos técnicos que puedan ser aplicados universalmente. Simplemente no puede sernos dada una serie de conocimientos que se manejen en el diario vivir del enseñante sin que esto implique detenerse a observar, escuchar, analizar e interpretar cada una de las singularidades y peculiaridades de la situación, los participantes, el entorno y nuestra propia relación con cada uno de estos. Es por ello que con el presente trabajo pretendo —ambiciosamente— ofrecer una mirada general de lo que implica la tarea educadora, en tanto profesor no como gestor de la enseñanza sino como profesional que, además de ir tras el progreso académico del alumnado, busca lo que Jordán Sierra (2011) denomina “un desarrollo humano global de cada alumno singular” (p. 61).

En primer lugar, es esencial prestar atención a la naturaleza relacional del oficio docente y cómo es que la relación pedagógica se diferencia del tipo de vínculos con los que estamos más familiarizados. Como en toda relación, entran en juego todo lo que somos (con nuestras vivencias y experiencias) y una alteridad sobre la cual yo no tengo control absoluto y, por ende, demanda de mí una apertura a lo nuevo y a la constante interrogación. En palabras de Contreras (2011), el arte de la formación conlleva “prepararse para lo imprevisto, pero sin sentirse perdido, sino reconociendo senderos por los que experimentar, tantear, percibir, sentir” (p. 61). Esta ardua tarea es como andar por las calles de una ciudad sin la ayuda de un mapa o un navegador satelital, pero requiere que conozcamos sus caminos tan bien al punto de sentirnos cómodos tomando rutas alternas y callejones nunca antes explorados —incluso aquellos que no tienen buena pinta— de manera que sigamos nutriendo a través de la experiencia nuestro mapa mental de la ciudad. En el caso del docente: el juicio pedagógico que le permita asumir las responsabilidades de su oficio y lo guíe en el camino hacia lo adecuado en cada acción pedagógica.

Asimismo, es importante reconocer que las relaciones pedagógicas son únicas en tanto que —si bien semejantes a otro tipo de relaciones interpersonales— suponen una mayor trascendencia (Van Manen, 2012, como se citó en Ayala Carabajo, 2018). En primer lugar, porque las relaciones antes mencionadas pueden dejar una marca e influencia inarrebatables en el aprendiente y su desarrollo, las cuales —sea consciente de ello o no— le acompañarán por el resto de su camino por la vida. En segundo lugar, porque hablamos de una relación en la que el afecto no se ve condicionado por el nivel de conocimiento que tenemos de la otra persona, como sucede en la amistad. Los docentes —al igual que los padres— no tienen elección con relación a quiénes serán sus estudiantes, por tanto, requiere que el profesorado ofrezca una estima “incondicional” desde el primer día (Van Manen, 1998, p. 81). En tercer lugar —y esta vez a diferencia de los padres— profesores y alumnos tienen una relación tridimensional en la que el aprendizaje deseado tiene también un rol crucial (Van Manen, 1998, p. 81). Otro rasgo importante es que en las relaciones pedagógicas, por el hecho de estar encaminadas hacia el desarrollo humano global de todos y cada uno de los estudiantes, el cambio se ve con ojos positivos. En una relación de amistad o romántica, uno o más cambios manifiestos en la personalidad podrían desencadenar conflictos y roces que lleven a un inevitable distanciamiento. Por el contrario, en la relación profesor/a-alumno/a, los cambios no son solamente deseados sino esperados puesto que reflejan la duplicidad de las relaciones educativas en las que no solo vemos al aprendiente por quien es sino también por quien puede llegar a ser (Van Manen, 1998, p. 81). Además, son indicadores de ese desarrollo cabal que solo es posible a través de las relaciones pedagógicas (Spiecker, 1982, como se citó en Ayala Carabajo, 2018).

Hablar de relaciones pedagógicas, a su vez, nos obliga a hablar de las disposiciones docentes que tienen que percibirse presentes en dichas relaciones para que pueda llamárseles —con todas sus letras— pedagógicas: amor, confianza, responsabilidad, esperanza, autoridad, el deseo de aprender, entre muchas otras (Jordán, 2009, como se citó en Ayala Carabajo, 2018; Latorre, s.f.). Todas ellas nos permiten contemplar a lo que Jordán (2011) se refiere como “lo más genuino de las relaciones educativas” (p. 62), en otras palabras, las dimensiones ética, moral, emocional y psicológica de la tarea educadora —la parte más humana de nuestra profesión—.

Cuando se hace alusión al amor pedagógico, y por ende a la mirada amorosa del docente, no hablamos de un amor como el que uno siente por un hijo o un amigo. Nos referimos, más bien, a ese amor cimentado en el bien pedagógico que nos hace apreciar a cada estudiante por su “valor intrínseco”, es decir, sus fortalezas, debilidades y todo aquello que lo hace singular (Wineberg, 2006, p. 133 - 143). Es esta misma cualidad la que mueve a los docentes a actuar de maneras notablemente ingeniosas para hallar mejores y nuevas formas de llegar a sus alumnos y alumnas. El amor hacia su profesión, el aula y el alumnado los exhorta a actuar con miras hacia el bien de cada uno de los y las estudiantes, no simplemente en términos académicos sino también psicológicos y morales (Bárcena, 2020; Day, 2006, como se citó en Jordán Sierra, 2011). En pocas palabras, el amor pedagógico es el lente que nos permite apreciar y comprender a cada alumno por quien es desde sus peculiaridades y, a su vez, es también la fuerza que nos apremia para mantenernos en un constante cuestionamiento respecto a qué es lo adecuado, bueno y correcto para ellos y ellas (Contreras, 2002).

La esperanza y confianza, fundamentadas en y condicionadas por el tipo de amor aquí descrito, hacen visibles las posibilidades de desarrollo de los niños y jóvenes a nuestro cargo. No solamente ante los ojos del profesor sino también ante los del aprendiente mismo. Cuando hay esperanza auténtica de por medio en las relaciones educativas —esto es— cuando el docente consigue que el alumno sienta que su fuerza está siendo reconocida y apreciada por el profesor, insta al educando a reconocerla también. Por lo tanto, tiene gran influencia en la imagen que este tiene de sí y la percepción de su valía tanto académica como humana (Jordán Sierra, 2011; Piussi, 1999, como se citó en Contreras, 2002). Puesto de manera sucinta, reconocerlos capaces los hace capaces.

En lo que a responsabilidad y autoridad se refiere —y pedagógicamente hablando— es pertinente mencionar que Van Manen (1998) las define como una de las tres condiciones básicas de la relación pedagógica, entendiéndose como relación —asimétrica— de autoridad. Esto no significa, empero, que se reconozca como una relación de poder. Se trata más bien de una en la que tener autoridad equivale a tener influencia. Sin embargo, para que el o la profesora tome dicha posición, tiene que haber al menos “un discípulo que reconozca su magisterio” (Esteve, 2010, p.133). En otras palabras, para que los discentes concedan obediencia, primero tienen que reconocer la autoridad del profesor, es decir, deben confiar en que el docente busca lo mejor para ellos y, más importante aún, que ellos sientan que el docente es capaz de discernir aquello que es lo mejor para ellos y cómo hacerlo, lo cual exclusivamente se logra a través de un ejercicio de autoridad con raíces profundas en el amor pedagógico (Van Manen, 1998). Es aquí donde la responsabilidad pedagógica entra en el juego. Una vez que nuestro afecto y confianza están totalmente puestos en nuestros estudiantes, sentirse reclamado es ineludible. No es sino la responsabilidad pedagógica la que nos obliga a bajarnos de la tarima, arrancarnos el ‘yo’ egocéntrico y ceder a plena voluntad el papel protagónico al otro (Van Manen, 1998). Dicho de otra forma, esta disposición nos coloca en una posición orientada hacia los otros, nos llama a poner nuestras propias necesidades en segundo plano para escuchar y actuar en pro de las necesidades de ese Otro. Nos hace sensibles ante las historias individuales de los y las alumnas, y afina nuestros sentidos para asumir cabalmente nuestra responsabilidad en la construcción y/o reconstrucción de este nuevo ser.

Ahora bien, es muy importante destacar que las disposiciones antes mencionadas de ninguna manera están contrapuestas al conocimiento técnico y metodológico que atañe a la enseñanza. En lugar de ser mutuamente excluyentes, es precisamente a través del amor, responsabilidad, confianza, mirada, escucha y presencialidad pedagógicos que se le da sentido y forma a los saberes más técnicos que los profesores y profesoras poseen. Por mencionar un ejemplo, para que un docente pueda seleccionar la metodología idónea para trabajar con ciertos contenidos, no solo debe prestar atención al currículum en tanto marco de trabajo sino como currículum vivido. El docente debe llevar a cabo —de manera simbólica— un examen de rayos X para ser consciente de dónde viene, en dónde está, adónde va, y con qué cuenta para llegar a ese punto. Resulta obligatorio escuchar y mirar tanto literalmente como en sentido figurado a cada uno de los discentes para lograr apreciar todas las historias y experiencias que se encuentran a ambos lados del marco de la puerta del aula y que juegan un papel fundamental e inciden en todo acontecimiento pedagógico.

Además, son los conocimientos técnicos los que nos permiten hablar de educador como lo que Hargreaves (1999, como se citó en Jordán Sierra, 2011) denomina personas multiestrategas, asimilando al docente no solo como instructor sino como evaluador, facilitador, diseñador, constructor y creador. No es sino a través de los saberes didácticos aunados y condicionados por las relaciones pedagógicas que podemos responder al compromiso con nuestros y nuestras alumnas para contribuir a su crecimiento, así como con la educación misma con relación al perfeccionamiento de la enseñanza (Stenhouse, 1991). Y es que —como bien indica Contreras (2002)— “ninguna investigación, ninguna teoría, puede resolver el encuentro personal con el otro, lo que uno va a escuchar, ni lo que uno debe decir. Lo único que puede es mostrarnos un camino que todos debemos recorrer por nuestra cuenta” (p. 65).

Como hemos visto, la tarea educadora simplemente no puede ser reducida a enseñar. El quehacer educativo está impregnado de dificultades, retos y complicaciones que van mucho más allá de lo técnico. La labor del docente no puede partir de una lista de instrucciones metodológicas, dado que la mayor parte de los conocimientos que los docentes emplean día con día son demasiado intricados para ser transmitidos como saberes teóricos. Dicho de otra forma, gran parte de dichos conocimientos no pueden sernos dados, se generan en la práctica, a través de lecturas y experiencias que nos urgen a pensar con fuerza. Algunas las aprendemos y otras las aprehendemos en “el transcurrir de los días y las jornadas” (Bárcena, 2020, p. 195).

Retomando la metáfora de la receta de cocina —y para ser verdaderamente equiparable al trabajo de un docente— en lugar de seguir fielmente una lista de pasos que pueden replicarse a cualquier hora y en cualquier cocina, tendríamos que hablar más bien de una receta cuyos ingredientes pueden cambiar en cualquier momento y en la cual las instrucciones no tienen una estructura secuencial sino cíclica pues no hay un método predeterminado. Se requeriría de una serie de instrucciones que nos permitan saltarnos un paso, luego dar dos hacia atrás y luego añadir un par de pasos más a lista. Lo que es más, se trataría de una receta que jamás será terminada, puesto que siempre estará supeditada al entorno y con miras a su perfeccionamiento. Asimismo, el o la cocinera a cargo de la creación debe ser experimentado y, sin embargo —paradójicamente— estar dispuesto a sentirse perdido ante la incertidumbre, pero que guarde un relación igualmente cercana y distante con los ingredientes y cada uno de los instrumentos de la cocina de manera que pueda generar, cuestionar, reelaborar y favorecer la experiencia. Sin lugar a dudas, los y las docentes tienen una tarea mucho más compleja que aprender a enseñar.

Referencias

 

Ayala Carabajo, R. (2018). La relación pedagógica: en las fuentes de la experiencia educativa con van Manen. Revista Complutense de Educación, 29(1), 27-41. doi

Bárcena, F. (2020). El profesor en el estudio. Márgenes Revista de Educación de la Universidad de Málaga, 1(2), 193-199. doi

Contreras, J. (2002). Educar la mirada... y el oído. Cuadernos de pedagogía, 311, 61-65.

Contreras, J. (2011) El lugar de la experiencia.Cuadernos de pedagogía, 417, 60-63.

Steve, J. M. (2010). Educar: un compromiso con la memoria. Octaedro.

Jordán Sierra, J. A. (2011).Disposiciones esenciales de los profesores en las relaciones con sus alumnos desde una perspectiva ética-pedagógica. Educación XX1, 14 (1), 59-87. doi

Latorre, L. (s.f.) Dejar sitio a las emociones en la educación.

Ortega Ruiz, P. y Mínguez Vallejos R. (2003).Familia y transmisión de valores. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 15, 33-56. doi

Sierra Nieto, J. E., Caparrós Martin E., Molina Galvan, D. y Blanco García N. (2017). Aprender a través de la escritura. Los diarios de prácticas y el desarrollo de saberes experienciales. Revista Complutense de Educación, 28(3), 673-688. doi

Stenhouse, L. (1991). La investigación del curriculum y el arte del profesor. Revista Investigación en la Escuela, 15, 9-15.

Van Manen, M. (1998). El tacto en la enseñanza: el significado de la sensibilidad pedagógica. Ediciones Paidós Ibérica.

Wineberg, T. W. (2006). Enacting an ethic of pedagogical vocation. [Tesis de doctorado, Simon Fraser University].