Año 2, Número 3, enero-junio 2021

 

La identidad censoria del traductor durante los años de la Inquisición en la Nueva España (1571-1819): ideología, poder y traducción

 

Por Natalia Díaz, Elisa Espinosa, Fernanda Vargas, María Andrea Hernández Ramírez

 

Ilustración de Edwin Monreal

¿Pero, qué hay de peligroso en el hecho de que la gente hable y de que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿En dónde está por tanto el peligro? (Foucault, 2015, p. 14). Lo que nos rodea, lo que experimentamos, lo que pensamos: todo cobra sentido al ponerlo en palabras; no obstante, debido a que todos percibimos realidades distintas, nuestra elección de palabras puede no ser la misma. Es allí, en la diferencia, donde la censura calla al “otro” y favorece una sola postura con el fin de consagrarla como norma social; inevitablemente, el traductor —como profesional de los textos y de las palabras— se convierte en una pieza clave de dicho proceso, capaz de moldear nuevas realidades a través del lenguaje.

Los grupos dominantes pueden modificar la ideología y las formas de pensar de una sociedad mediante el control del discurso. En palabras de Van Dijk (1999) “si somos capaces de influenciar la mentalidad de la gente […] podemos controlar indirectamente sus acciones”; ya que “las mentes de la gente son influidas sobre todo por los textos” (p.186). La manipulación textual garantiza el control del pensar y del actuar de las personas; de ahí que los traductores —capaces de acentuar, atenuar o modificar la ideología contenida en los escritos— puedan convertirse en un aliado o en una amenaza para el poder discursivo que intenta imponer su versión de la realidad.

Tal vez el caso más infame de dominación discursiva fue aquella a manos de la censura inquisitorial. La Inquisición reglamentaba la circulación de los textos y la manipulación de su contenido: “los libros eran regulados, censurados y controlados al mismo tiempo que las ideas” (López Forjas, 2016, p.105). Los agentes involucrados en dicho proceso eran muy diversos: escritores, lectores, impresores, correctores, editores y calificadores son actores conocidos de la censura inquisitorial. No obstante, poco se ha dicho de la identidad censoria del traductor durante los años de la Inquisición en la Nueva España (1571-1819). Este trabajo explora la figura del traductor como parte central del fenómeno triádico de la censura (emisor-censor-receptor) sin olvidar que se trata de un humano inalienable de su contexto sociocultural y con plena conciencia de la fuerza histórica, política, social y cultural inherente a los textos traducidos.

 

1. La Inquisición y su papel en la Nueva España (1571-1819)

 

La Inquisición, de acuerdo con Campillo Pardo (2015), fue una de las herramientas principales de la Iglesia “para controlar a la sociedad y mantenerla dentro de los parámetros de su doctrina y sus enseñanzas” (p.169). No obstante, el establecimiento de la inquisición hispana en 1478 respondía más a fines políticos que a una lucha contra la herejía: “ayudar a la consolidación de un reino de España unificado, bajo la bandera cultural del catolicismo” (Splendiani citado en Campillo Pardo, 2015, p.173). Así pues, en 1569, Felipe II ordenó la creación del Tribunal del Santo Oficio en la Nueva España con el fin de fortalecer el control español sobre los territorios que se estaban anexando a su poderío; el Tribunal abrió sus puertas en 1571 y las cerró hasta 1819.

La Inquisición —acorde a sus objetivos— utilizó diversos mecanismos de control ideológico, entre los que destaca la censura de libros. Según explica Campillo Pardo (2015), “la Corona no se podía dar el lujo de permitir la entrada de ideologías nocivas para el catolicismo a los reinos americanos”, por lo tanto, “la Inquisición tuvo en sus manos el manejo de los textos y su producción” (p.172). La censura en España y, por efecto, en sus colonias se formalizó con la publicación de índices y edictos que regulaban la actividad censoria de la Inquisición; contenían listados de libros prohibidos (Prohibitorum) y libros sujetos a expurgo (Expurgandorum); guías sobre cómo y qué censurar, además de mandatos impuestos a los distintos actores involucrados en la distribución y producción de libros.

Los libros parecían un objeto sospechoso para la Inquisición y el Inquisidor General Bernardo Sandoval y Rojas lo deja muy en claro cuando afirma que “Por ningún medio se comunica y delata [la herejía] como por el de los libros [...] Deste tan eficaz y pernicioso medio se ha valido siempre el común adversario y enemigo de la verdad Católica” (citado en Pardo, 2003, p.5). Las palabras otorgan un acceso privilegiado a la mente de la población y, por tanto, pueden ser una amenaza o un aliado según se les trate. Así, las palabras son sometidas a un proceso complejo de manipulación en el que diversas instancias y actores se ven involucrados.

 

2. Sobre la censura como fenómeno comunicativo en la Nueva España

 

La censura es un fenómeno discursivo complejo en el que conviven factores internos y externos a la comunicación. Por un lado, la censura es un fenómeno comunicativo con tres participantes: un emisor que dirige su discurso a un destinatario y un censor que manipula/silencia dicho discurso antes de su recepción. Por otro lado, los participantes de esta interacción verbal están rodeados por un contexto sociocultural en el que existe una ideología dominante impuesta por aquellos con poder y capaz de dictar las normas sociales. Es así que José Portolés (2013) define la censura como el “acto de un tercero que pretende impedir que se diga algo” (p.135).

Asimismo, Portolés (2016) identifica tres conceptos inherentes a la censura: amenaza como efecto ilocutivo, ideología y poder. Ya que nuestras palabras tienen el poder de configurar realidades y manipularlas, la palabra representa en sí misma una amenaza; cuando el discurso que dirige el emisor a su destinatario va en contra de lo socialmente aceptado y lo dictado por la ideología dominante, el censor —como lector entrometido— reacciona ante el mensaje y lo identifica como una amenaza. Finalmente, para definir una ideología dominante y silenciar a la oposición, se requiere poder; entre el censor y el censurado existe una relación asimétrica legitimada en una ideología. “Quien censura actúa contra un mensaje porque lo percibe como una amenaza para una ideología y porque tiene el poder en un momento dado para hacerlo” (Portolés, 2016, p.222).

 

2.1 Ideología a defender por el censor

 

Según Van Dijk (2006), una ideología es un conjunto de creencias cognitivas fundamentales que sirven de base para las representaciones sociales compartidas en un grupo específico. Sostiene que el discurso es la práctica fundamental que expresa y reproduce la ideología. Quien tiene el poder decidirá los modelos mentales a difundir, usualmente a su favor, por medio del uso tanto de un discurso concreto como de la intervención en las prácticas sociales. “Althusser sostiene que la ideología representa de forma imaginaria las condiciones reales de existencia. Esto significa que hace cierta alusión a la realidad sin desvelarla del todo […]” (Pérez Navarro, 2007, p.159). En el caso de la labor censora de la Inquisición en la Nueva España, se traduce mostrando sólo los fragmentos de la realidad que sustentaran los objetivos de la Corona española de la mano con el Santo Oficio. Es decir, los componentes esquemáticos de la ideología a defender por el censor inquisitorio se fundaban en los objetivos hegemónicos en nombre de la religión oficial y del reino unificado.

Así, el catolicismo, en su cualidad de mecanismo de cohesión estatal interna, fue el principal estandarte a defender. La Iglesia se dio a la tarea de dictar la buena conducta y el correcto camino a seguir; respaldaba, a la par, la legitimidad del monarca y del aparato político, así como del ejercicio del poder absoluto e incuestionable del soberano (Gómez y Tovar, 2009, p.9).

 

2.2 Amenazas a la ideología dominante

 

La Inquisición hispana, durante siglos, vio florecer nuevas corrientes del pensamiento que amenazaban el orden establecido por la ideología católica. Entre el siglo XV y el XVI, el humanismo renacentista y el protestantismo —con o sin intención— cometieron ofensas en contra de la autoridad de la Iglesia; en los siglos XVI y XVII, la Revolución Científica sacudió la fe cristiana; en el siglo XVII, las ideas ilustradas y la Revolución Francesa desafiaron las monarquías y el poderío de la Iglesia Católica. La difusión de nuevos discursos contrarios a la ideología católica guiaba la actividad censora de la Inquisición tanto en la península como en la Nueva España; así, “en el siglo XVI se persiguieron las ideas luteranas, en el XVII se enfocaron en las ciencias y en el XVIII en obras de la Ilustración francesa” (Íñigo Silva, 2015, p.5).

 

2.3 El poder del censor sobre el discurso y la opinión pública

 

Según Carvajal Pardo (2011), refiriendo las ideas de Van Dijk, “el poder discursivo es el control directo de las mentes de otras personas e indirecto de sus acciones” (p.1). Esto explica el acceso a recursos simbólicos políticos, legales, burocráticos, etc., limitado solamente a un sector de la sociedad: en este caso la monarquía y la Iglesia, que se convierten en una élite simbólica. Este acceso privilegiado a los recursos da a la élite las herramientas necesarias para controlar los qué, quién, dónde, cuándo y cómo de lo que se dice. Es decir, la élite tiene la facultad de manipular contextos, textos y, así, modelos mentales en el nombre de la defensa de su ideología; “el ejercicio supremo de poder implica moldear e influenciar los deseos y anhelos de la otra parte” (Baker, 2006, p.1). Si bien es cierto que aquellos que tienen el poder pueden tomar decisiones como las anteriormente mencionadas, “en definitiva, censura no solo quien tiene poder de prohibir sino también quien defiende con un acto de interdicción la ideología de un grupo ante un mensaje que considera que la amenaza” (Portolés, 2013, p.138).

La alianza entre el Estado español y el Santo Oficio creó un discurso proteccionista de la fe católica para mantener el orden en una sociedad en vías de unificación; con ayuda de la monarquía, la Iglesia se insertó dentro de la vida cotidiana de la sociedad reafirmándose como un ente imprescindible para “mostrar su representatividad, alcance y legitimar el intimidatorio poder del que disponía” (Gálvez Martín, 2017, p.63). Este mecanismo fue el que justificó el poder social que alcanzó la Iglesia y, por tanto, su labor censoria.

 

3. La identidad del traductor en la comunicación triádica de la censura

 

La identidad de un individuo responde a la pregunta “¿Quién soy yo?”; no obstante, dado que una persona puede describirse a sí misma desde diferentes ángulos, existen múltiples respuestas para esta única pregunta. La identidad es, pues, multifacética y entre sus facetas se encuentra lo que Portolés (2013) llama identidad discursiva, es decir, “una identidad que las personas presentan en la interacción y no como algo que simplemente son esas mismas personas independientemente de lo que hagan” (p.140).

Teniendo en cuenta que la identidad de un individuo depende también de sus acciones —actuamos con nuestras palabras—, un traductor puede adquirir una identidad censoria si su comportamiento es el de un censor. De hecho, Portolés (2016) explica que, en muchas ocasiones, el traductor actúa como censor antes de que las obras lleguen a sus destinatarios: “suprimen enunciados o partes de obras que, estando en el original, no se ajustan a la ideología a la que deben; asimismo, adaptan los textos, intercalan fragmentos propios como ajenos, atenúan o intensifican afirmaciones” (p.171). Precisamente, es esta manipulación de los textos a manos del traductor lo que nos interesa explicar y ejemplificar a lo largo de estas páginas.

Para la escuela de la manipulación, su “principal objetivo es centrarse en los factores ideológicos y sociales de la traducción” (Orozco, 2009, p.41). Cabe mencionar que este “nuevo paradigma” reúne a teóricos del Eje de Tel-Aviv (teoría de los polisistemas) y del Eje de Lovaina (estudios de traducción) quienes estudian la traducción desde un enfoque descriptivo, funcional, sistémico y orientado a la cultura de llegada; así, al unir fuerzas, dan un panorama más amplio sobre la traducción.

 

[la escuela de la manipulación] entiende la traducción como parte de un contexto socio-cultural, un polisistema, en el que la ideología [...] tiene una presencia innegable, y en el que las relaciones de poder determinan en gran medida la producción de textos y las posibles manipulaciones a las que éstos pueden verse sometidos (Sales, 2003, para.8).

 

Así pues, a los teóricos de la manipulación no les interesa definir si una traducción es buena o mala, sino que están interesados en las diferentes circunstancias socioculturales que determinan una traducción y su posición dentro de cada polisistema. Para André Lefevere y el resto de los teóricos de la manipulación, las traducciones están gobernadas por las normas del tiempo y de la cultura en que se producen, por lo que implica cierto grado de manipulación y resulta ridículo juzgar una traducción por su “fidelidad”.

 

Translations create the ‘image’ of the original for those readers who have no access to the ‘reality’ of that original. Needless to say, that image may be rather different from the reality in question […] because they produce their translations under certain constraints peculiar to the culture they are members of (Lefevere citado en García González, 2000, p.152)

 

Para Tymoczko y Gentzler, esta imagen no solo es diferente, sino parcial, puesto que la información del texto fuente siempre será más extensa que la de la traducción. “Indeed partiality is what differentiates translations, enabling them to participate in the dialectic of power, the ongoing process of political discourse, and strategies for social change.” (2002, p. xviii) Es decir, el traductor tiene un acceso al texto que su público meta no conocerá y sus decisiones crean representaciones parciales, por lo que son muestras de poder.

Asimismo, Lefevere afirma que el traductor reescribe, es decir, lee un texto que no estaba particularmente dirigido a él y produce uno nuevo en función de diversos condicionantes contextuales (ideología, normas sociales, relaciones de poder, etc.). “By ‘rewriting’, Lefevere referred to any text produced on the basis of another with the intention of adapting that other text to a certain ideology or to a certain poetics and, usually, to both” (Hermans citado en Shuping, 2013, p.56). En términos de Tymoczko, el traductor se sitúa en un lugar de enunciación que comprende lo geográfico, temporal e ideológico. Este lugar afectará la voz del traductor y, por lo tanto, la ideología del texto traducido (2003). Por su parte, Folkart (Hermans, 2009) también describe al traductor como un reenunciador que imparte de forma inevitable su propia subjetividad; esto se debe a que cada traductor tiene una voz particular (differential voice). De este modo, las circunstancias del traductor influyen siempre en el producto final, y el proceso de traducción nunca es neutral. En síntesis, el traductor, al igual que su trabajo, es inalienable de su contexto sociocultural.

Los traductores, en su papel de reescritores, tienen el poder “de perpetuar o subvertir toda ideología dominante” (Orozco, 2009, p.43) por medio de la manipulación —consciente o inconsciente— de los textos que traducen. “Rewriting is manipulation, undertaken in the service of power, and in its positive aspect can help in the evolution of a literature and a society [...] But rewriting can also repress innovation, distort and contain” (Lefevere y Bassnett citados en Shuping, 2013, p.56). Así pues, el traductor adquiere una identidad censoria cuando reescribe el texto en defensa de una ideología —con la que puede o no identificarse— e impide la comunicación entre emisor y destinatario en calidad de lector entrometido.

De acuerdo con Baker (2006), los traductores no pueden jugar un papel neutral, pues sus servicios son contratados por diversas instituciones que requieren que se guíen por los valores preestipulados por estas. Además, tal neutralidad se vuelve imposible al examinar el papel del traductor y el conocimiento como lo hace el giro de poder (power turn). Tal perspectiva concluye que el traductor no tiene el conocimiento de la cultura, sino que en su acción crea el conocimiento (Tymoczko y Gentzler, 2002) y este se vuelve un recurso para las instituciones dominantes: “Colonialism and imperialism were and are made possible not just by military might or economic advantage but by knowledge as well; knowledge and the representations thus configured are coming to be understood as a central aspect of power. Translation has been a key tool in the production of such knowledge and representations” (Tymoczko y Gentzler, 2002, p. xxi).

La escuela de la manipulación deja en claro que la producción de un texto a manos del traductor siempre está condicionada por las normas de su época. Proponemos dicha manipulación como parte esencial del proceso de censura inquisitorial en Nueva España a través de dos ejemplos de manipulación literaria a manos de traductores que adquirieron una identidad censoria por razón de sus actos en defensa de la moral convencional católica-monárquica. A continuación, presentamos dos ejemplos concretos sobre la identidad censoria del traductor: Cartas de una peruana y Tom Jones.

Cartas de una peruana es una novela escrita originalmente en francés por Françoise de Graffigny; fue publicada en 1747 y traducida al español por María Rosario Romero en 1792. Sus páginas cuentan el viaje de una princesa inca que, tras haber sido capturada por los conquistadores españoles, llega a Francia como parte de un botín. La autora, a través de esta historia, “ofrece una visión crítica de la propia sociedad francesa [...]” y “denuncia lo que considera la cruel actuación de los conquistadores españoles en América” (Bolufer Peruga, 2014, p.296). Precisamente, fue su crítica al colonialismo lo que terminó por darle sentencia a su obra: la Inquisición decidió prohibir diversas obras entre las cuales se encontraban las de Graffigny. No obstante, “la prohibición del texto original francés en 1794, publicada en el edicto inquisitorial de 1796, no afectó [...] a su versión castellana” (Bolufer Peruga, 2014, p.308). La traducción de María Rosario Romero siguió en circulación porque no representaba una amenaza ni para la ideología católica ni para la monarquía: la traductora había modificado la obra en función de los valores socioculturales de su época y de los mecanismos de censura.

De acuerdo con Bolufer Peruga (2014), María Rosario Romero realizó “notables intervenciones sobre el texto a través del prólogo, notas, elecciones léxicas, supresiones y modificaciones [...], así como la ampliación del relato con una carta final” (p.301). Estas intervenciones estaban orientadas hacia la defensa del colonialismo español; ejemplo de esto es la carta de 70 páginas que añade al final de la obra y en la cual se narra el agradecimiento que la princesa inca siente hacia sus captores.

 

¡Oh dichosos peruanos! Ya tenéis en vuestro Hemisferio el germen de la verdad: cultivadlo y aprovechaos de su inapreciable fruto. Sufrid con paciencia las flaquezas de algunos de vuestros conquistadores, porque son hombres, porque tanto bien nunca puede ser muy costoso, y porque de justicia lo exige la felicidad inconcebible a que todos por diversos medios conspiran y os preparan (citado en Bolufer Peruga, 2014, p. 39)

 

María Rosario Romero asume el papel de sujeto entrometido en la interacción emisor-destinatario para subsanar, mediante la manipulación del texto, las diferencias ideológicas entre la autora y la traductora que, a su vez, derivan del contexto sociocultural en el que cada una de ellas se desenvuelve. Silencia la opinión del “otro” e impone las convenciones ideológicas de su época.

Tom Jones, por su parte, es una novela inglesa del año 1749 escrita por Henry Fielding y traducida al español en 1796 por Ignacio de Ordejón. En este caso, la versión castellana no se basó en el original inglés, sino en la traducción francesa de Pierre Antoine de la Place, quien ya había censurado la obra antes de que llegara a manos de Ordejón. Ya desde el prólogo, Ignacio de Ordejón “deja constancia de que [la Place] ha llevado a cabo toda una serie de supresiones, expurgando el texto de todo aquello que pudiera hacerle pernicioso para el público lector” (Pajares, 2001, p.246). Aunque Toledano Buendía (2005) da un énfasis estilístico a las supresiones de la Place —las cuales reproduce Ordejón en un noventa por ciento—, consideramos que la discriminación de información a manos de los traductores responde a la defensa de una ideología y, por tanto, se trata de un acto de censura.

Si bien parte de la manipulación de la obra se justifica con fines estéticos —como la omisión de descripciones—, también los traductores tomaron medidas en contra de toda ideología contraria a la Iglesia católica. Claramente, el expurgo que el clérigo Antoine de la Place le realizó a Tom Jones estaba fundamentado en su profunda ideología católica. Hay que resaltar que Ordejón es abogado —hombres de letras, militares y abogados traducían como un segundo trabajo— y nada garantiza que se identificara con la ideología católica; de hecho, puede que su único fin fuera seguir los lineamientos de la Inquisición para evitar que la obra fuera censurada. No obstante, al mantener la censura francesa, se convirtió en un cómplice más de la censura inquisitorial.

De acuerdo con las observaciones de Pajares (2001), algunos de los añadidos, omisiones y cambios de sentido que aparecen tanto en la traducción francesa como en la española con el fin de defender los intereses de la Iglesia son la omisión de dieciséis de los dieciocho capítulos introductorios que Fielding incluye en su obra a modo de crítica social y política; la omisión o el resumen de aquellos capítulos en los que se hacía mención de temas sexuales o críticas en contra de la Iglesia católica y la omisión de la escena en la que Tom vende una Biblia para ayudar a una familia necesitada. Además, se desvirtúa a una mujer por haber concebido un hijo fuera del matrimonio sin importar que en la novela inglesa se refieran a ella como una mujer de gran virtud y se evita la referencia a otras religiones haciendo referencia al “peligroso sectarismo” de Inglaterra.

Ignacio de Ordejón, al igual que María Rosario Romero, se convierte en un censor por inmiscuirse en la interacción entre el emisor y el destinatario. Ambos traductores silencian los ideales ilustrados de libertad, rebeldía, crítica e igualdad mientras el catolicismo y la Corona se benefician de sus actos. En estos casos, la reescritura de los traductores perpetuó la ideología católica al reprimir, contener y distorsionar la imagen del “otro”: la preeminencia discursiva del catolicismo garantizó el control de la Iglesia sobre las normas sociales.

Según Bassnett (1998), los textos no se limitan a un vacío formalista al que le concierne entender únicamente el funcionamiento interno de estos, esto es, no se encuentran en un vacuum; por el contrario, los textos, en su cualidad de discursos, están regulados por factores tanto internos como externos y surgen gracias a una continuidad histórica, política, social y cultural, es decir, un continuum. El traductor está rodeado de su contexto y condiciones específicas; esto afecta su labor traductora y, por tanto, el producto final. En este caso, es especialmente transparente el contexto que rodea a los traductores de la época a la que nos referimos y cómo éste afectó su traducción; recordemos, asimismo, que se trata de un contexto controlado con un fin específico: mantener el orden impuesto por un discurso hegemónico. Así, se perpetúa la ideología de manera consciente —tal es el caso de Cartas de una peruana—, o inconsciente —como se vio en Tom Jones.

Asimismo, Bassnett (1998) afirma que es por medio de las traducciones que construimos nuestra concepción del “otro” y de su realidad. Como explicamos anteriormente, ambos —María Rosario Romero e Ignacio de Ordejón— son traductores-censores que actúan como un filtro de las obras con las que trabajan y colaboran en la creación de una realidad esencialista e incuestionable en la que el “otro”, más que no ser relevante, se pretende plantear como inexistente. 

 

Conclusiones

 

Si bien los traductores están sujetos a sus circunstancias, tampoco son del todo inocentes. El traductor es una figura de poder capaz de distorsionar realidades. Así, bajo la autoridad de la Inquisición, muchos traductores manipularon sus textos sin preguntarse sobre el impacto que tendrían sus acciones una vez que estos se incorporaran a la cultura de llegada. Traductores, impresores, comerciantes, libreros, editores y calificadores: todos obedecieron las normas católicas, con o sin convicción, y silenciaron el discurso de los “otros”.

En este ensayo observamos que el traductor puede ser una herramienta de las asimetrías de poder en su actividad como lector, reescritor y censor. Establecimos que la neutralidad del traductor es imposible, en especial en tiempos de luchas ideológicas y amenazas al sistema dominante. Más allá de un actor social malintencionado o conformista, nos interesó mostrar al traductor como parte de un proceso comunicativo que incluye un contexto histórico y social del cual no puede escapar. De la misma manera que su contexto influye en las decisiones de traducción, las acciones del traductor influyen en su entorno. En su época, decidir apegarse a las normas de censura puede equivaler a seguir con éxito un encargo de traducción. Esperamos que el traductor reflexione sobre su capacidad como censor en la actualidad.

Referencias

 

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